lunes, 3 de septiembre de 2012

Manos arrugadas y carne de gallina


     A pesar de que el día no invitaba más que a tumbarse en el sofá con una manta, decidí salir a la calle, a dar un paseo y así despejarme un poco. Antes, un baño caliente. Me deshice del abrazo del viejo jersey y dejé que cayera al suelo, sin importarme si a alguien iba a preocuparle que se quedara ahí tirado. Con pasos delicados, entré en el baño. Sin lujos, no imaginéis una bañera elegante o cientos de jabones y sales de todos los colores y aromas. Qué va. Todo tenía un tinte antiguo, otro espejo, una bañera vieja, con grifos algo roñosos, y alguna que otra vela por ahí, reservadas para los días en los que podía pasarme horas entre espuma, hasta que se me arrugaba la piel y decidía que era hora de salir del agua. Había algo de maquillaje desperdigado por ahí, un cepillo de dientes, otro de pelo, en fin, lo típico del baño de una mujer. Solía bañarme con el agua muy caliente, sobre todo el invierno. En cinco minutos escasos salí de la bañera y no tardé en alcanzar la toalla que estaba colgada tras la puerta y envolverme en ella para afrontar la sensación de frío que a todos nos invade al dejar atrás el vapor de un buen baño caliente. Como casi siempre, abrí el armario y cogí lo primero que vi, unos vaqueros grises ceñidos y desgastados, una camiseta de tirantes y un jersey de lana, ambos blancos. Botines, abrigo, gorro y bufanda.