domingo, 11 de marzo de 2012

Espejos, realidades.


Después de disfrutar del café, me deslicé por el pasillo, mientras paso a paso sentía la madera crujir bajo mis pies. La puerta de mi habitación estaba entreabierta, así que la empujé un poco, lo justo para poder entrar.
La luz se filtraba entre las cortinas, justo en frente, bañando la estancia discretamente, como si no se atreviera a entrar aún, mostrando su timidez. Un poco más a la derecha, descansaba mi escritorio repleto de páginas desnudas, vestidas, y a medio vestir, cuyos responsables eran un par de lápices, una goma y una pluma. La cama estaba desecha, y había prendas desperdigadas por el suelo, pero no importaba, nadie iba a molestarse por ello. A mi izquierda, se alzaba imponente el espejo que tanto adoraba, con sus detalles de madera en la parte superior, firme pero delicado. Nunca podía evitar mirarme, así que una vez más me acerqué y en pie, observé el reflejo. Porque es curioso lo de los espejos, siempre devuelven aquello que ven, con tal sinceridad y precisión, que a veces incluso nos cuesta reconocernos. Por mucho que a veces ansiemos que nos devuelvan mentiras piadosas, ellos se ocupan de entregarnos siempre aquello que les ofrecemos.

Un jersey viejo abrazando mis caderas


Las nubes cubrían el cielo, creando un espeso mar de tonalidades grises, como un lienzo que pide a gritos colores que le den vida. Era tan gris, tan triste, que de repente empezó a llorar, y bañó las calles con sus penas. 
Yo estaba de pie frente a la ventana, observando la forma en que aquellas lágrimas de lluvia se estrellaban contra el suelo, como millones de llamadas de auxilio que resultaban fallidas. Sujeté la taza de café con fuerza entre mis manos, intentando entrar en calor bajo aquel enorme jersey, cuyas mangas me cubrían las manos casi por completo. Con el pelo recogido tras las orejas y la mirada perdida en algún lugar de las frías calles, tomé un sorbo de café, no sin antes inspirar hondo su aroma. Sentí el calor subiendo por mi nariz, fría, y estoy segura de que estaba tan roja como la taza de café. También tenía los pies fríos, pero eso venía de serie, y estaba descalza, como de costumbre. Me gustaba andar descalza siempre que podía. Ya no había nadie que me regañara por andar descalza en invierno, vestida tan solo con un jersey ancho y viejo, que parecía querer ceñirse únicamente en mis caderas.